Fue gris, escoltó a los jueces del 23-F y frecuentaba la misma mezquita que los responsables del 11-M, la historia de este agente sirve para repasar la de Madrid, la ciudad en la que ha servido casi medio siglo
Plaza de las Ventas, día de corrida, años 80. Un grupo de policías nacionales está formado frente a su superior mientras pasa lista de los agentes. “¡Mohamed Dris!”, pronuncia. Todos se miran entre ellos para descubrir quién está tras ese nombre tan poco común en el cuerpo. El susodicho lo recuerda hoy a carcajada limpia. “Soy yo, soy yo”, decía él saludando a sus compañeros cada vez que se repetía una escena así. Dris acaba de jubilarse tras 44 años en la comisaría de Arganzuela, la que antiguamente se conocía como “la del Rastro”. Sus compañeros actuales y los que alguna vez compartieron servicio con él le despidieron entre aplausos, mientras él se esforzaba por no llorar.
Su historia es la de una España que pasó del gris al color. Y nunca mejor dicho, porque él entró al cuerpo formando parte de la Policía Armada, los conocidos grises y símbolo para muchos de represión, pocos meses antes de que desapareciera. Fue en la mili donde se le ofreció la posibilidad de unirse al cuerpo y a él le pareció una buena opción. En Melilla, donde nació, trabajaba como camarero en un bar al que solían acudir agentes, y esa familiaridad que desarrolló tras la barra le hizo dar ese paso. Aún recuerda su primera patrulla, por la calle Mesón de Paredes, en Lavapiés. “Yo iba con un veterano, era un chico de 21 años delgado delgado metido en ese traje gris”, describe. También cuenta cómo alguna vez al acabar el turno se iban de fiesta al Molino Rojo, el cabaret castizo del mismo barrio en el que comenzó con sus patrullas. Y eso que no bebía por su religión. “Íbamos con el uniforme, algo que ahora es imposible”, señala.
Su nombre unido a su uniforme sigue llamando la atención, como lo hacía entre los que formaban con él en los alrededores de Las Ventas. “Sé que puede llamar la atención que sea un policía musulmán, pero mira, ahora hay una comisaria en Jaen que se apellida como yo, ¡y no somos primos!”, se ríe. Se refiere a Layla Dris, que acaba de ser nombrada número dos de la Policía Nacional en esa ciudad y es melillense como el agente. “Yo no he sentido racismo, aunque es verdad que soy conocido entre mis compañeros porque no hay muchos Mohamed. Algún ciudadano que ha venido a denunciar sí que ha soltado cosas como: ‘¡Me ha robado un moro!’. Mis compañeros se me quedaban mirando, pero a mí no me molestaba, siempre lo he atribuido a que esa persona está muy cabreada por lo que le acaba de pasar”, explica este policía de optimismo desbordante.
El casi medio siglo de historia de este policía con el uniforme primero gris, después marrón y ahora azul es también el de un cuerpo y una ciudad que ha visto crecer y evolucionar. En sus inicios, el Rastro era una zona muy conflictiva. “Cada semana había follones, estaban los guerrilleros de Cristo Rey, por ejemplo (el grupo paramilitar ultraderechista de finales del Franquismo)”, relata. Ahora es una zona muy codiciada para vivir y los domingos de Rastro no son días de reyertas y disturbios, ni mucho menos. “Todo esto, no existía, ahí había un muro”, dice sobre algunas de las calles adyacentes a su comisaría. En aquella época, no tenían ni coches en la Policía para las patrullas. “Había uno o dos, íbamos a todas partes en autobús o metro”. Iban a hacer rondas a pie a Orcasitas, el barrio que en los ochenta tiraba sus últimas chabolas, y para llegar allí iban en transporte público. Ahora, hay una larga fila de vehículos policiales aparcados frente a su comisaría.
Heroína y terrorismo
También vivió los estragos de la heroína. “Era horrible, cada semana encontrabas a alguien que conocías muerto, porque claro, de tanto detenerlos, ya te eran familiares”, prosigue. Fue incluso escolta de los jueces que condenaron al golpista Antonio Tejero y sus cómplices por el 23-F. “Mucha tensión, recuerdo mucha tensión”, dice negando con la cabeza. Y, por supuesto, ETA. “Han muerto compañeros de mi promoción, uno de ellos aquí al lado, cerca del Vicente Calderón”, señala con el dedo. No fue ajeno al terrorismo islámico y a la tensión entre religiones que se vivió en la época del 11-M. “Fue difícil. Yo iba a rezar a la mezquita que había aquí al lado, donde también iban algunos de los culpables de aquello. Los conocía de vista y después pude hablar con el hermano de uno de ellos, que tenía una tienda de aparatos electrónicos, y me negó que hubiera tenido nada que ver”, recuerda.
En los últimos tiempos, estuvo a cargo de los calabozos de la comisaría. Allí, hablaba de vez en cuando con los detenidos. Algunos de ellos, muy jóvenes, porque en estos 44 años de carrera también ha sido testigo del aumento de delincuencia juvenil en la región. “A algunos les veía riéndose porque venían de pegarse, mientras su madre estaba arriba llorando sin entender por qué había hecho su hijo, y yo les decía, si quieres ser un hombre deberías preocuparte por ella, en lugar de andar en problemas. Yo creo que algo sí que les hacía reflexionar”, apunta. A otros arrestados, les ha indicado dónde estaba La Meca para que pudieran rezar tras los barrotes. Algo que él también ha hecho dentro de la comisaría. “Sí, sí, le hemos visto haciendo las abluciones y sus rezos”, señala Ana, una de sus compañeras. “Dios te dice que el trabajo es lo primero, así que si algún día no he podido luego he recuperado en casa, y cuando has perdido muchos rezos luego se te hace un poco largo”, ríe de nuevo.
A sus 65 años, comienza una vida de jubilado a la que aún no se ha acostumbrado. Y eso que tiene ocupaciones, como su dedicación a elaborar cremas caseras a base de especias y productos naturales. Lleva años repartiéndolas a todos sus compañeros y conocidos y asegura que dejan un cutis perfecto. Pasa por la garita de entrada de la comisaría y recoge dos botes que guarda allí y que parecen potitos. “Mis efectos siguen en mi taquilla, ¿no?”, les pregunta. Todavía está pensando cómo organizará su vida a partir de ahora. Asegura que tiene que decidirlo con su mujer, filipina y cristiana. “¡Mandan ellas!”, asegura, de nuevo, con una sonrisa.